Al-Qunyi
había sido invitado en más de una ocasión a visitar ésta o aquélla corte en
Oriente y Occidente, y en semejantes circunstancias siempre se apoderaba de
él un oscuro sentimiento de prevención, cuidado y temor, y en su espíritu se
instalaba un hondo deseo de retornar a su pequeño huerto de la Campiña de
Damasco. Tras un corto silencio, Ibn Yaafar al-Qunyi satisfizo la petición
de Abú l-Hayyáy Yúsuf con su acostumbrada humildad y reverencia, y con
parquedad. Nada más terminar Ibn Yaafar su exposición, se adelantó el doble
visir Ibn al-Yayyáb, que era diez años menor que al-Qunyi y había logrado
congeniar sus ocupaciones políticas con sus viajes a Málaga en calidad de
activo seguidor del santón Abú Abd Allah al-Sáhili, y pidió permiso al
sultán para recitar la casida que él mismo había compuesto para ser grabada
en el Salón del Trono e ilustrar así al asceta de Cónchar retornado sobre
los nobles fines del Príncipe de los Creyentes. El sultán aplaudió la
iniciativa de su poeta oficial y ministro, quien comenzó acto seguido a
entonar:
Ella es la
Suprema Cúpula y nosotras somos sus hijas,
aunque el
favor y la gloria es a mí a quien pertenecen,
al ser yo,
sin duda, el corazón y ellas los miembros,
y en el
corazón es donde la fuerza del espíritu y el alma resplandece.
Si mis
hermanas son constelaciones en su cielo [de la Cúpula]
en mí, y no
en ellas, recae el honor de tener el sol.
Mi señor
Yúsuf, por Dios sustentado, me vistió
con ropas de
dignidad e indudable distinción,
convirtiéndome en trono del reino, cuya grandeza
se sustenta
gracias a la Luz, el Asiento y el Trono [divinos].
|
Mientras
escuchaba la voz algo estridente y ruda de Ibn al-Yayyáb, al-Qunyi elevó la
vista hacia la alta cúpula y se sintió intensamente sobrecogido por la
majestuosidad del lugar. Su mirada se detuvo ante un artesano que pintaba de
color blanco unos grandes caracteres labrados en la base de madera de la
cúpula y comenzó a leerlos, aunque enseguida balbuceó de memoria las santas
aleyas allí transcritas:
"¡Bendito sea Aquél en cuya mano está el dominio! Es
omnipotente. Es Quien ha creado la muerte y la vida para
probaros, para ver quién de vosotros es el que mejor se porta.
Es el Poderoso, el Indulgente. Es Quien ha creado los siete
cielos superpuestos. No ves ninguna contradicción en la creación
del Compasivo. ¡Mira otra vez! ¿Adviertes alguna falla? Luego,
mira otras dos veces: tu mirada volverá a ti cansada, agotada.
Hemos engalanado el cielo más bajo con luminares, de los que
hemos hecho proyectiles contra los demonios y hemos preparado
para ellos el castigo del fuego de la gehena".
|
En ese
momento se le reprodujeron a Ibn Yaafar ante sus ojos los luminosos y
maravillosos trazados geométricos de su amigo Ridwán, mezclándose en su
imaginación con la elevadísima cúpula de madera, que aguardaba aún la
esmerada y ardua tarea de pintura
Entonces,
sonrió Ibn Yaafar para sí comprendiendo a la perfección hasta qué punto se
habían materializado los sueños artísticos de su amigo Ridwán, transformado
ahora en comentarista geómetra del Libro Sagrado poseído por la fiebre del
arte. Ibn Yaafar dirigió la mirada, con un mínimo movimiento de cabeza,
hacia la parte superior del Salón y se encontró frente a frente con el
emblema de los Banú Nasr “Wa-lá gáliba illa Allah” (No hay vencedor sino
Dios), caligrafiado con monumentales letreros de yeso. No veía esta
inscripción desde su más remota juventud, pero jamás logró borrar los
dolorosos recuerdos que guardaba a ella vinculados. Después, bajó
ligeramente la vista y sus ojos se toparon con otras leyendas regias, de
espléndida apariencia pero de exagerada pretensión para el alma de nuestro
puntilloso faquir: “El socorro, el soporte divino y una clara victoria,
son de nuestro señor Abú l-Hayyáy, Príncipe de los Musulmanes”, “Gloria
a nuestro señor el sultán, el rey combatiente Abú l-Hayyáy, glorificado sea
su triunfo”, e inclinó completamente su cuerpo hacia el suelo, sin mirar
al rostro del sultán, aposentado frente a él sobre su trono. Segundos
después, Abú l-Hayyáy Yúsuf se percató de las ostensibles muestras de fatiga
de su anciano huésped y ordenó a su mayordomo hacerle obsequio de una copia
del tratado en verso sobre agricultura
– Nos
beneficiaremos, asimismo, de los carismas derivados de tu noble ascesis y de
tu sabio verbo, -añadió el rey mientras su mayordomo ayudaba a Ibn Yaafar a
ponerse en pie y abandonar el Salón del Trono.
A la
caída del sol de aquella preciosa tarde granadina, Ibn Yaafar decidió
proseguir su camino hacia la alquería de Cónchar de Iqlím Garnata y envió
una misiva de excusa al sultán Abú l-Hayyáy. Al-Qunyi temía que el
cansancio, la edad, la enfermedad y la ferocidad de la epidemia le
impidieran cumplir con el nebuloso propósito de su retorno: contemplar el
huerto de su juventud y purificar su alma antes de exhalar su último
suspiro.
El
geómetra Ridwán y el maestro Abú l-Barakát al-Balafiqui, de quien al-Qunyi
había tomado lecciones durante su corta estancia en Almería antes de partir
para el exilio, se unieron a la comitiva de Ibn Yaafar hacia el Valle de
Lecrín. Al-Qunyi acunaba en su interior un amor especial para ambos amigos,
cuya compañía alegró su penoso traslado a aquella antigua casa de piedra,
rodeada de limoneros y naranjos junto al río, que abandonase desde hacía una
eternidad. Al llegar la comitiva a Cónchar al amanecer, las gentes del lugar
recibieron calurosamente al peregrino y sus amigos, y los acompañaron a la
huerta de Ibn Yaafar. El descanso, los árboles del jardín todavía vivos en
su memoria, la sonora cadencia del agua del río, el sol, la pureza azul de
aquel cielo, devolvieron al asceta del Valle de Lecrín parte de su energía
natural perdida y se entregó a una desenfadada y apasionada conversación con
sus amigos durante el paseo que emprendieron por los campos de los
alrededores. Al-Qunyi observó que la aldea se había expandido un poco hacia
un empinado y rocoso barranco volcado sobre el río, y que la atalaya de
Cónchar y el fuerte de Dúrcal habían sido reconstruidos
Tomaron
asiento a la sombra de la modesta atalaya frente a las más maravillosas
vistas del Valle, que aparecía bajo ellos adornado de sembrados, colinas
verdes y diminutas aldeas blancas recostadas a los pies de la sierra, cuyas
cumbres ascendían hacia el cielo envueltas en su permanente y brillante
manto de nieve. Tras la contemplación, y recuperado el aliento, Ibn Yaafar
reanudó su encendida polémica con Ridwán:
– ... los
auténticos seguidores de la senda espiritual hacen de la
escritura una experiencia vital... Para ellos, la música (samá`)
es una vía unitiva y, cuando practican la poesía, lo hacen para
recrear el lenguaje y hallar nuevos caminos de expresión del ser
y su extinción en lo absoluto, – dijo el asceta.
– ¿Acaso
no sucede lo mismo con las artes de la geometría, la pintura o
la caligrafía? ¿Es que nosotros no hacemos también más bello el
mundo? –preguntó el geómetra.
– ¡Por
supuesto! El lenguaje de las formas visuales es un espejo capaz
de reflejar todas las ideas. Tú lo sabes mejor que yo. Pero lo
que no complace a mi corazón es el virtuosismo en artes creadas
para ensalzar a los reyes del mundo.
– El
artesano –objetó Ridwán– trabaja en beneficio de la fe. La
fuerza de nuestro señor el Príncipe de los Creyentes, es la
fuerza del Islam. En este preciso momento son muchos los
enemigos que acechan, y tú los sabes mejor que yo.
– Todos
los momentos son fugaces, efímeros –advirtió al-Qunyi–. Por
desgracia no existe en nuestro tiempo ni un solo monarca que
merezca considerarse Príncipe de los Creyentes.
– Nuestro
señor Abú l-Hayyáy Yúsuf es piadoso, es incluso un sabio
iniciado (`árif ), –repuso Ridwán–.
– Puede
que sea más piadoso y más sabio que sus antepasados, pero es
mortal y es en este mundo donde gobierna, por lo que se ve
abocado al error, a la injusticia. ¿Acaso no hay criaturas que
sufren en las cárceles de su palacio?
– La
propia Ley Revelada establece el castigo –respondió Ridwán–. Mi
señor es justo y el Islam entero se enorgullece de sus
edificaciones.
– Por muy
maravillosas y bellas que sean sus edificaciones –insistió
al-Qunyi– el sultán se empeña en estampar su nombre y el de su
familia por todas partes: arriba, abajo, a derecha, a izquierda,
al norte, al sur. Es tedioso, molesto, atenta contra la pureza
de espíritu, entorpece la contemplación. Quien libera el
sentimiento, su poesía, en su largo camino hacia la luz,
purifica su ser, lo pule, y es posible que se eleve hasta el
saber. Mas quien graba poemas en las paredes de los reyes no
busca más que la fama en este mundo, sea para él, para su señor,
o para ambos a la vez.
– Tú nunca
te atreviste a consagrar la vida a la poesía, la música, la
pintura... –observó el geómetra–.
– Es
cierto –dijo el faquir–. Cada uno tenemos nuestra debilidad. No
me siento capaz de afrontar ese reto... Pero eso sí, siempre
evité ofrecer mis pensamientos y mi palabra al servicio de quien
ejerce la tiranía o embauca a los débiles.
– Nuestro
señor el sultán no quiere ni pretende la mentira –concluyó
Ridwán–. Sólo desea enaltecer al Islam y guiar a los creyentes.
|
La noche
se cernió sobre el Valle de Lecrín. Al-Qunyi y sus dos compañeros volvieron
a casa, en silencio, bajo un sobrecogedor festival de estrellas destellando
en la cúpula celeste.
Ya
en su antigua cama, nuestro asceta se vio invadido de nuevo por un intenso
agotamiento hasta hundirse en un estado de inconsciencia del que no se
despertó al día siguiente. El faquir retornado se transformó en pura
Imaginación. En un aluvión de visiones más allá del tiempo y del espacio. El
asesinato de nuestro señor Abú l-Hayyáy Yúsuf durante la oración a manos de
un supuesto demente. Intensivos trabajos de construcción en la Sabika en los
que participaba el propio sucesor de Abú l-Hayyáy, el sultán Muhammad
al-Ganí bi-llah. Erección del Nuevo Mexuar, del Jardín Feliz, de los
Alixares, de cúpulas, de torres, de murallas.
Derrumbamiento
de los Alixares, de cúpulas, de torres, de murallas. El fantasma de las
multitudes por los palacios. Ascensión de la estrella del doble ministro Ibn
Zumrak, alumno y, más tarde, perseguidor de Ibn al-Jatíb. Edicto de al-Ganí
bi-llah contra los sufíes para erradicarlos de al-Andalus. Juicio en
rebeldía contra el doble ministro Lisán al-Din Ibn al-Jatíb bajo la
acusación de defender la idea de la unión hipostática en su Jardín del
conocimiento del amor supremo. Asimilación por parte de la Imaginación de
al-Qunyi, en su barzaj (limbo), del contenido de esta obra en un abrir y
cerrar de ojos.
Desconcierto de Ibn Yaafar ante la visión del doble ministro
Lisán al-Din enredado en todas las tareas políticas, diplomáticas y bélicas
del reino, en todos los asuntos graves o nimios del estado, y al mismo
tiempo componer un extenso tratado de `irfán. Tratado que aturde a al-Qunyi
por su abrumadora erudición y su carencia de calado existencial. Presencia
del gran sabio Ibn Jaldún junto a su amigo Ibn al-Jatíb en la Alhambra
durante la redacción del Jardín del conocimiento.
Retorno de su habitual y
luminosa sonrisa al rostro de nuestro faquir granadino y damasceno al
vislumbrar el espectro de Lisán al-Din corriendo en pos del dinero y
empeñado en construirse sus propios palacios. Sonrisa mezcla de ironía y
compasión de quien se ve a sí mismo en el barzaj por encima de todo lo
mediano y parcial. Estallido del más alto grado de estupefacción en el
corazón de al-Qunyi frente a los ciegos y salvajes rincones del alma humana
al contemplar al doble visir de Loja transformado en el doblemente asesinado
tras su ajusticiamiento, primero, en su exilio magrebí y la exhumación de su
cadáver, después, por parte de una embajada del sultán al-Ganí billah para
aplicarle la sentencia de muerte. Ante semejante escena, la repugnancia
vence a la Imaginación de nuestro asceta de Cónchar y se traslada, feliz, al
jardín del mundo superior.
Por la
tarde, Ridwán el geómetra, regresó a Granada para cumplir con sus deberes
decorativos, mientras que Abú l-Barakát al-Balafiqi retrasó unos días más su
vuelta a la corte, adonde llegó con los libros de al-Qunyi y con los papeles
que nunca le abandonaron desde que comenzó a escribir en ellos en su huerta
de Damasco. Abú l-Baraqát entregó a Lisán al-Dín Ibn al-Jatíb un puñado de
pliegos y los siete versos que él mismo compuso en honor a su amigo Ibn
Yaafar durante su primer encuentro en el puerto de Almería en vísperas de
partir:
1 A ti con corazón
que no gobierno me lamento,
corazón que sigue
un caprichoso sendero
2 y de continuo
varía su deseo:
esto lo inquieta,
esto lo toma, y luego deja aquello.
3 Lo que ahora lo
tranquiliza, lo amedrenta luego,
lo que a veces le
da confianza, la duda le siembra en otro momento.
4 Ora en soledad se
encuentra por aquello, ora en compañía se siente con esto,
unas veces no sé
qué lo serena, otras, se desasosiega por eso.
5 ¡Quien los Siete
Cielos superpuestos sostiene
que de la mano, oh
revelador de las luces, te tome!
6 Enfermedad a
causa del mundo y sus oropeles padece,
mas todo lo bueno
que sobre él diga le pertenece.
7 Aquel a quien el
hermoso recato corresponde,
y que durante tanto
tiempo protegió, ojalá que nunca se desmorone.
(Ibn la-Jatíb,
al-Ihata, III, p. 236).
|
Después, el doblemente asesinado, Ibn al-Jatíb,
revisó los folios de al-Qunyi, de los que tomó algunas notas para componer
su Jardín, y le rindió homenaje mencionando sus hechos más notables y
recordando el título del compendio que un día reuniese las ideas emanadas de
su mano y de su corazón: Luces de alocuciones y misterios
El Collar
de la
Paloma
Por ti tengo celos hasta
de que te alcance mi mirada,
y temo que hasta el
tacto de mi mano te disuelva.
Por guardarme de esto,
evito encontrarme y
me propongo unirme
contigo mientras duermo.
Así, mi espíritu, si
sueño, está contigo,
separado de los miembros
corporales,
escondido y oculto, pues
para unirse contigo,
la unión de las almas es
mejor mil veces
que la unión de los
cuerpos.
Quisiera rajar mi
corazón con un cuchillo,
meterme dentro de él y
luego volver a cerrar mi
pecho,
para que estuvieras en
él y
no habitaras en otro,
hasta el día de la
resurrección y del juicio;
para que moraras en él
durante mi vida y, a mi muerte,
ocuparas las entretelas
de mi corazón en la tiniebla del sepulcro.
Me concediste un amor
que antes me negabas,
y me lo diste a manos
llenas.
Pero en ese instante ya
no tenía necesidad de él,
cuando, de dármelo
antes,
hubiera llegado a las
entretelas del corazón.
De nada sirve la
medicina
cuando se está a la
muerte,
y, en cambio, es útil
quien da un remedio
antes de la agonía.
Si mira, el que está
vivo muere por su mirada.
si habla, dirías que se
ablandan las piedras.
Es el amor como un
huésped
que hizo alto en mi
espíritu:
mi carne es su
alimento;
mi sangre, su bebida.
http://www.culturandalucia.com/Literatura%20nazar%C3%AD.htm#Tercer_poema_en_la_Torre_de_la_Cautiva_
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