La Sinfonía número 8
es del año 1812 y fue estrenada en Viena el 27 de febrero de 1814. No es
ningún tópico hablar de un Beethoven joven, de un adolescente si se
quiere, cuando se escucha por primera vez su Octava Sinfonía. Es una obra
que, sin querer, se relaciona con su Sexta en Fa Mayor opus 68 – la
célebre Sinfonía «Pastoral» – con la Segunda, opus 36 en Re Mayor, y con
la Cuarta; esta última en la tonalidad de Si Bemol Mayor y con el número
60 de opus.
Curiosamente, y no
siendo verdad, siempre se ha dicho que las buenas sinfonías de
Beethoven son las impares: La Primera, la Tercera («Heroica»), la Quinta,
la Séptima y la Novena. Yo mismo, que desde los 12 años las sinfonías de
Beethoven me acompañan a menudo, también lo creía, dejándome llevar por lo
épico que contienen, la fuerza, los movimientos vivos, vigorosos e
intrépidos, arrastrado por los «tutti» orquestales, por todo cuanto
deslumbra, en una palabra. Con los años los gustos van cambiando, como
nosotros, y aunque todavía valoramos las particularidades mencionadas, nos
percatamos de nuevas. De algo tiene que servirnos la solera beneficiosa
que los años van instituyendo en nosotros.
La Octava merece un
puesto destacado en el mundo musical y en el universo creativo del
compositor. Cíclicamente y en lo que de orquestal se refiere, cierra su
segundo periodo creativo; el más feraz, productivo y prolífico de los
tres, el más fructífero, así como el de más importancia, no únicamente por
la gran cantidad y calidad de obras que contiene - valgan como ejemplos
los conciertos para piano y orquesta, el de violín, todas sus preciosas
Oberturas, estos «dramas concisos y concentrados», que así es como las
enfoca y con sumo atino el musicólogo Stefan Kunze; la ópera Fidelio, de
la Sinfonía 2 a la 8, ambas incluidas (en la Segunda se producirá el
cambio del Minueto tradicional por el Scherzo) entre otras - antes, y en
gran manera, por el hecho de «emanciparse» del Clasicismo vienes que
todavía imperaba; un periodo en el que consolida un lenguaje recio y de
gran vigor y personalidad. Sin duda será esta etapa creativa la que
declarará abiertamente su carácter, su decir; su lenguaje melódico y
armónico, su propio «color» tímbrico y orquestal.
Ludwig Van Beethoven
(retrato de Joseph Stieler)
La Octava se
trata de una obra enigmática, de veras, pero sin el enigma de la Quinta –
si es que en la Quinta Sinfonía lo hay, de enigma - puesto que de tan
explícita como es se pierde. La Quinta es genialmente afirmativa de ideas.
Sus motivos melódicos y rítmicos, de manera perseverante y recalcitrante,
aparecen siempre en toda la obra. No es este el enigma que se nos expone y
exhibe en la obra que concentra nuestra consideración. No es este su
misterio. Y es aquí donde fundamento mi razonamiento estableciendo
paralelismos con la Cuarta y la Sexta, más que con la Segunda que, con ser
proporcionadamente beethoveniana (en Beethoven utilizar el vocablo
proporción es un tanto arriesgado), me parece estar harto aferrada a la
manera de Haydn. Es el enigma – el misterio si se prefiere – de la
ingenuidad y de la ternura tanto de la Sonata «Pastoral» como de la
Sinfonía homónima opus 68. Es el enigma de la penumbra, la mansedumbre y
el lirismo inicial de la Cuarta; es el enigma emotivo de su segundo
movimiento, del de la Cuarta. La Cuarta Sinfonía, escrita de un solo trazo
durante el verano de 1806, también es una obra frecuentemente tildada
de ligera, apta para distracción-recreación; un divertimento, un
entretenimiento, cuando se la compara – quiero creer que sin malicia – con
la Tercera y con la Quinta. Sin embargo eso ocurre cuando la lectura
a la qué se la somete es la de un simple pasear los ojos por la
partitura, o cuando al escucharla no se le permite que vaya más
allá. La Cuarta, y me perdonarán la perífrasis, a mi juicio viene a
representar la sobriedad sencilla del sentimiento vivido en lo más íntimo
de uno mismo; en este caso Beethoven.
Volvamos
a la Octava. Beethoven, maestro controvertido, inicia la Obra con un lato
movimiento en compás ternario y activo en el carácter, un Allegro
vivace e con brio, a la manera de un gran minueto sin serlo. Un
minueto gigantesco agraciado y hermoso en forma sonata, para colofón,
que contrasta admirablemente con el segundo tema más lírico y sentimental.
El
segundo movimiento es un Allegretto scherzando en Si bemol
Mayor y en compás binario. Se trata de un movimiento rítmico en extremo,
casi mecánico, por el que evoca la figura de Mälzel, el inventor del
metrónomo y de otras máquinas conocidas como autómatas musicales.
En este movimiento hay cierta pincelada de sarcasmo; si se prefiere un
toque de infalible ironía. Y centrados en ese segundo movimiento, quiero
hacer una paráfrasis.
A raíz de la
pregunta que Richard Osborne formula al maestro Von Karajan, «¿Qué me
cuenta de las medidas tomadas con el metrónomo en ciertas piezas de
Beethoven?» El director de orquesta le responde: «Naturalmente, uno las
examina... algunas son buenas y otras, tal vez la Novena Sinfonía,
contiene errores. Pero siempre se vuelve a la cuestión de cuanto «tempo»
pasa en una frase. No sabemos como Beethoven dirigía su música ni como la
habría dirigido si hubiese podido oír todo lo que estaba pasando, pero sí
que sabemos, por les cartas de Brahms, que Beethoven a veces se permitía
grandes elasticidades. Usted recuerda, sin lugar a dudas, que Von Bülow
preparó las primeras interpretaciones de la Cuarta Sinfonía con la
Orquestra de Miningen, pero que el mismo Brahms acompañó y dirigió la gira
alemana. En aquella época, este escribió en una de les sus cartas: «En
aquellos conciertos no pude hacer demasiadas retenciones y aceleraciones.»
(Osborne, Richard: Karajan, las más reveladoras confesiones del
«maestro de los maestros», en Temas para debate, Arias Montano
Editores).
Son muy claros
los objetivos de Karajan. Son las declaraciones de ese fan que fue
del tempo metronómico y por ende muy poco amante de retóricas,
siempre existentes en los textos musicales. En cambio sí que era un «fan»
del glamour, puesto que por un sentido tan pulcro como deleitable
resultó ser un fascinante preciosista a más no poder, especialmente en las
grabaciones de los años 60: Sus sinfonías beethovenianas, su
extraordinario «Requiem» de Mozart, de esa misma época; sus versiones de
obras de Vivaldi, de los 70, que a pesar del peso de la Filarmónica
de Berlín, muy robusto para esa música, son de una encomiástica e
inigualable personalidad; una impecable y maravillosa, tanto como
indescriptible, «Verklärte Nacht» opus 4 (Noche transfigurada) de
Schönberg que, junto a la «Heroica» de Beethoven, tuve el honor y el
placer de oírle en el Palau de la Música Catalana de Barcelona, al frente
de su Filarmónica de Berlín, el día 8 de junio de 1975. Unos
bellísimos poemas sinfónicos de Liszt, así como una gustosa
«Rapsodia húngara» número 4 (la de 2 en la versión pianística) de la
década de los 60, y una Quinta de Gustav Mahler, la mejor de cuantas
existen, implícitamente las históricas. Grabaciones, entre otros
registros sonoros, que representan verdaderos paradigmas de encumbrada
calidad interpretativa.
El
monumental Finale: Allegro vivace, en Fa Mayor y compás
binario, es muy elaborado y desarrollado, y en extensión tan largo como
los tres movimientos anteriores juntos. Me atrevo a decir que este
movimiento lo contiene todo: La inocencia, el nervio, la ternura, la
ironía, la elegancia lírica de sus temas, la fuerza y la intencionalidad
musical del genio de Bonn. Es como el compendio de la Obra, su claustro,
su final. Un final de etapa que abre otra, más intensa si cabe que esa
intermedia. Personalmente me inclino por los sorprendentes efectos, por la
estrecha proporción y analogía existentes con el movimiento postrero de la
Séptima y por los juguetones timbales: infantiles. Y he ahí que
aparece un nuevo enigma: El niño que todos llevamos y que nunca tendríamos
que silenciar. En este punto quiero aclarar que en ningún momento aludo la
puerilidad, que sería la antítesis, ya que evidenciaría falta de
discreción (en el sentido de discernimiento), de madurez.
El
Enigma de los enigmas de esta Sinfonía, ¿No estará justamente en la
mutación Dios-hombre? ¿Qué querrá decir un movimiento en ternario, otro en
binario, nuevamente uno en ternario y finalizar en binario? Y lo hace en
la su Octava Sinfonía: La 8. El «8» es el número cuya grafía contiene dos
círculos entrelazados; es el que de forma perdurable conecta lo Inferior
con lo Superior. El Binario (humanidad) con el Ternario (lo Supremo,
Dios). El número de la Justicia.
Me
ratifico diciendo que esta Sinfonía es el refinamiento del misterio, de lo
hermético y oscuro cantado a plena luz. La quintaesencia del Clasicismo
vienes, en unos momentos en los que el mismo Beethoven transita los
albores del Romanticismo. Para el mismo Van Beethoven ya no tan
incipiente...
http://www.filomusica.com/filo65/beethoven.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario